Martes 30 de
marzo de 1982.
Crucé la ruta, el viejo “camino Pilar-Moreno”, y esperé ver
aparecer el destartalado 501 color verde agua, un colectivo comunal que aun hoy
sigue uniendo las localidades pilarenses de Villa Rosa y Villa Astolfi. Al
llegar a la estación “del San Martín”, saqué ida y vuelta a Retiro. Después de
una hora y veinte, árboles con ocres y verdes de “Kilómetro” (Villa Astolfi) tornaron
color paredes de ladrillo sin revocar, y finalmente, en el gris cemento al
acercarnos a la Capital. Todavía me faltaba un tramo más. El “33” no tardó. Ese
día la ciudad estaba diferente: policías en la calle, carros de asalto, gente
apresurada.
En el aula magna 201 de la Facultad de Ingeniería me encontré como
siempre con Marcelo Lavignolle; habíamos terminado la secundaria en el industrial
de San Miguel, y aunque no habíamos sido compañeros de división, la universidad
nos permitía pasar del compañerismo de la escuela a la amistad. Salimos de la
Facultad esquivando carteles de UPAU, Franja Morada, y otras agrupaciones que competían
para conducir el Centro de Estudiantes. Caminamos un par de cuadras; nos
metimos en un bar al que solíamos ir a estudiar sobre la avenida Independencia.
Al salir de allí, demasiados años de
sanguinaria dictadura militar terminaron por contagiar a toda la sociedad civil
la idea de que la situación no daba para más. Había que “ganar la calle”. Reclamábamos
el fin de la dictadura, la convocatoria a elecciones y la aparición con vida de
los miles de detenidos por el “Proceso”. Pero el gobierno tenía otros planes.
No nos la iban a “hacer fácil”.
Sin darnos cuenta, los policías nos estaban persiguiendo
con sus garrotes en alto, y las sirenas de los camiones celulares de la Federal
nos aturdían, reverberando entre los edificios de alto. Corrimos por la calle
Defensa hasta la Plaza de Mayo, y desde ahí hasta Retiro. Después, ya en San
Miguel, nos enteramos que el “criterio” con el que la policía persiguió esa
tarde a sus víctimas fue… el uso de zapatillas; los que usábamos zapatillas —
razonaron con criterio paleozoico— debíamos hacerlo porque éramos vándalos
preparados para huir de las fuerzas del orden. El pensar linealmente era tan
habitual, que los matices, la diversidad de criterios, eran para las
autoridades una amenaza a combatir.
Viernes 2 de
abril de 1982.
Crucé la ruta, el viejo “camino Pilar-Moreno”, y esperé ver
aparecer el destartalado 501. Al llegar al andén de la estación de trenes, muchos
pasajeros se amontonaban frente al kiosco de Misigoj: las tapas de los diarios
anunciaban que habíamos recuperado Malvinas: “La República, a
través de sus fuerzas armadas, mediante
la concreción exitosa de una operación conjunta, ha recuperado las Islas
Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur para el patrimonio nacional” (comunicado
Nº 2 de la Junta Militar).
En los días que siguieron, el sentimiento colectivo subyacente
y la propaganda del gobierno argentino lograron un apoyo mayoritario a la
acción militar. Quienes —compartiendo la convicción visceral de que “Las
Malvinas son Argentinas”— veíamos en la recuperación un intento por aferrarse
al poder de una dictadura decadente, fuimos acusados de “traidores a la
Patria”. Pero los que ese martes habíamos sido corridos de la Plaza a palazos,
supimos que la multitud que ahora la ocupaba vivando a Galtieri y su empresa,
pronto terminaría arrepentida.
En mi casa se vivieron días y días de angustia: se
anticipaba que, en caso de ser necesario, se irían convocando reservistas
(argentinos que habíamos cumplido con el servicio militar obligatorio). En casa
de Marcelo Lavignolle, la angustia era aun más profunda: Roberto, su hermano
mayor y también mi compañero en el industrial de San Miguel, estaba en Puerto
Argentino.
Pasó la guerra. Desde entonces, Roberto y sus compañeros en
la “Gesta de Malvinas”, los que volvieron y los que no, son héroes que guardo
en mi corazón. Desde allí, no dejan de susurrarme que continuemos nuestra lucha
en paz, para que —más temprano que tarde y para siempre— la Bandera de Belgrano
vuelva a flamear sobre las irredentas Gran Malvina y Soledad.
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